LA COMUNICACIÓN IMPOSIBLE

Érase una vez un ser vivo con una mente privilegiada que tenía sensaciones y pensamientos imposibles de imaginar por un ser humano. Sin embargo, su mente no registraba esas sensaciones y pensamientos ni, por extensión, los sentimientos, las opiniones, los teoremas y los principios, en una superficie de carne provista de neuronas formando un sistema nervioso de conexiones eléctricas, ni tampoco, por poner otro ejemplo, en una superficie de silicio revestida de plástico verde y llena de pegotes de estaño. Su sistema era también un sistema nervioso, pero los nervios y las distintas neuronas que viajaban por sus circuitos se adaptaban y convivían en una superficie vegetal.

Durante millones de años los descubrimientos y reflexiones de cada ser vivo de esta especie adquirieron grandes dimensiones, pues la comunicación entre ellos y, por lo tanto, entre las sociedades y generaciones a lo largo de la historia, viajaba a través del barro o la tierra más o menos húmeda y la conexión a ella era inherente a estas criaturas, por lo que, a pesar de su completamente imposibilitada capacidad de movimiento, la información viajaba por el mundo a gran velocidad y todos aquellos seres, compartiendo su sabiduría con los otros, disfrutaban de las mismas posibilidades en su vida. Las tesis y las hipótesis, los razonamientos y los sentimientos, las alegrías y las angustias, los retos y las conformidades, pasaban de uno a otro ser haciéndose, en cada viaje, más y más grandiosos.

Fuera, allá arriba, sobre la tierra, los seres humanos paseaban de acá para allá, desplazándose, inventando ruedas, motores de explosión, motores a reacción, creando aparatos para comunicarse en la distancia, teléfonos, ordenadores, micrófonos, señales de humo, elevándose en el cielo para volver a bajar convirtiendo el movimiento en uno de los fundamentos de la inteligencia, sin saber que el movimiento no ha de ser necesariamente el de las personas sino el de las ideas.

Ahí arriba nadie sabía lo que pasaba allí abajo. Ni siquiera lo supieron cuando arrancaron la raíz de la cebolla, ni siquiera lo supieron cuando sus vapores irritaron sus ojos haciéndoles llorar sin motivo, ni siquiera cuando se envenenaron comiendo las setas equivocadas o cuando el agrio sabor del limón erizó el vello de sus brazos.

Arriba solo se guiaban por el movimiento y el ruido y su piedad solo se dirigía hacia los seres que huían gritando. Nunca hacia los que se quedaban plantados en la tierra sin hablar, sin siquiera agitar las ramas si no era llevados por el azar de la fuerza del viento.

-¿Mamá, por qué nosotros no comemos carne? –preguntó la niña.
-Porque no queremos hacer sufrir a los demás seres vivos de este planeta –respondió la madre entre crujidos de lechuga.

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