EL ESPÍRITU DÍSCOLO DE PITÁGORAS

Los frailes caminaban cabizbajos, en señal de humildad, por la acera del polideportivo. Para no levantar la vista perdían el tiempo contemplando los dedos gordos de sus pies, asomando alternativamente a cada paso por debajo de su hábito, ensartados en aquellas sandalias de cuero viejo. Dios, o algún otro personaje inspirado y perspicaz, colocó allí a aquella prostituta de enorme escote y minúscula falda para demostrar que solo uno de los ojos estaba pendiente de la humildad en la sandalia, mientras el otro, disimuladamente, por su rabillo, controlaba lo que había a su alrededor, de tal modo que, justo un par de metros antes de llegar hasta ella, los frailes, sin levantar la vista aparentemente de sus castigados pies ni siquiera para comprobar el tráfico en la calle, cruzaron en diagonal hasta la acera de enfrente y, nada más alcanzarla, volvieron a cruzar de nuevo, para retomar la acera dos metros después de la mujer, proyectando en su recorrido un imaginario triángulo rectángulo perfecto cuyo vértice en ángulo recto se encontraba en la acera de enfrente y, trazando la mediatriz hasta el otro lado de la acera, cortando en dos partes iguales la hipotenusa, la línea imaginaria acababa entre las piernas de la prostituta. Pero qué digo Dios, sin duda aquella broma fue obra de Pitágoras.

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