EL ÚLTIMO DESEO

La vi pasar. Agazapado tras la esquina, observé sus curvas contoneándose, penduleando, hipnotizando las miradas; me perdí en su manera de echar hacia atrás los hombros, mostrando su escote como se muestra lo más importante en un escaparate, centrado, levantado y lleno de luz, cuyo movimiento al mismo tiempo empujaba hacia atrás también su lindo culito, como si su cuerpo fuera una “S” que se arquea para resaltar todas las partes que despiertan el sexo, por delante y por detrás, miradme, no importa quién me mire ni desde dónde lo haga porque soy toda sexo, toda para vosotros, miradme, imaginadme siendo toda vuestra, soñad conmigo, desnudadme, tocadme, poseedme en sueños, en vuestros sueños calientes y apasionados. Eso iba diciendo. Y yo apenas entiendo por qué tiene que ir así por la calle, por qué tiene que ir pidiendo a gritos que la miren y la deseen si solo me quiere a mí, si solo yo soy quien tiene que desearla y a mí me basta con llegar a casa y desnudarla y comprobar que están ahí todas sus curvas y sus eses, solo para mí, solo para mi deseo. Así que estaba allí escondido, mirándola, intentando entenderla, observando a todos los hombres que la iban mirando y sonreían con deseo, poseyéndola en sueños, imaginándola desnuda como ella quería, y, sinceramente, me estaba poniendo enfermo. Noté como me subía el calor a las mejillas, como mi corazón latía con fuerza empujando la sangre hacia mi cara y aún más lejos hasta llegar a mi cerebro, como se me calentaba la cara al tiempo que me empezaban a llegar hirvientes ideas llenas de violencia. Un hombre le murmuró algo al pasar y ella sonrió orgullosa. Maldita zorra. Apenas me atrevía a moverme de allí porque sabía que al salir de mi escondite la tarde terminaría en drama. Pero ella entró en el bar y la perdí de vista, así que me vi obligado a salir y acercarme lentamente, pero lentamente era una palabra imposible porque yo estaba apretando el paso para no perderme ni un segundo de sus pavoneos. La vi a través del cristal de la puerta, sentándose sobre la banqueta y dejando que se levantara su falda para dejar también las piernas al descubierto invitando a la vista a subir y bajar desde su entrepierna hasta sus zapatos de tacón alto, deleitándose, deteniéndose, una y otra vez.

Cuando me lancé sobre ella no sé qué iba diciendo, ni siquiera qué estaba intentando hacer; recuerdo que había por lo menos cinco hombres sujetándome y yo aún intentaba salir de aquel enredo de brazos apretando enérgicamente; recuerdo su cara de pánico que ya no sonreía; pero lo que más recuerdo es que a partir de ese momento ya nadie la miraba con deseo, sino con pena. A partir de ese momento fue mía, me perteneció más que nunca, porque me convertí en el único hombre que la deseaba.

Después ya nunca volví a verla.

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