El viento mecía las hojas de los árboles suavemente: primero a la izquierda, luego a la derecha, izquierda, derecha, provocando un sonido arrullador. El sol aún brillante alimentaba con su luz aquellas hojas sedientas de fotosíntesis. El aire fresco y el cielo despejado avivaban los colores.
Bajo aquella enorme calma, ajenos a la brisa, pasaban, efervescentes, montones de coches y personajes que iban y venían con prisa, resonando ajenos al arrullar del viento: rugientes motores, cláxones, gritos, golpes, saludos y despedidas, alarmas, melodías polifónicas, timbres, conversaciones, silbidos, portazos, sirenas, discusiones, frenazos, ladridos, canciones; como si dos universos paralelos, el de la armonía y el de la agitación, se hubiesen encontrado, por azar, en el mismo lugar, negándose a reconocerse.
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