EL GRILLO

Quería haberse acostado temprano, pero no tenía sueño, de modo que encendió el televisor y se sentó a ver un rato cualquier programa, buscando sus conocidas propiedades soporíferas. Pasaron casi dos horas y, viendo que no conseguía encontrar su sueño, decidió acostarse igualmente imaginando que antes o después su cuerpo se rendiría al poder de la noche. Ya en la cama, dando vueltas para buscar la postura, sintió un intenso dolor entre las cejas anunciándole una desagradable noche de insomnio. Entonces empezó a oírlo. El grillo sonaba fuertemente, bajo su ventana, en aquella habitación oscura y silenciosa, poniendo la aguda nota discordante que le prometía, además del insomnio que llevaba ya puesto junto al camisón, una noche estridente, odiosa. Tras unos minutos de esfuerzo por ignorar aquel irritante silbido, se levantó de la cama y abrió la ventana. Se hizo el silencio. El grillo descansaba en la cornisa baja de la balconada. Por eso —pensó asintiendo— lo escuchaba tan cerca y tan penetrante. ¿Cómo habría llegado hasta allí? Creía que los grillos no volaban. En fin, solo tenía que echarlo, empujarlo fuera de su cornisa, y quizá eso le daría el silencio que necesitaba para quedarse dormida. Estiró el brazo, intentando llegar hasta él, agarrándose con fuerza al alféizar para no caer. Casi llegaba, tan solo le quedaban unos diez centímetros de nada. Estaba tan cerca... Levantó una pierna, imitando a los jugadores de billar cuando no llegan bien a la bola desde esas imponentes mesas de billar inglés, pero aún quedaba un poquito para alcanzarlo y el grillo, bien por no apreciar en la oscuridad de la noche el dedo acercándose hasta él o quizá por ser consciente de esa pequeña distancia que lo salvaba de una nocturna agitación que no fuera la de frotar sus alas, no movió siquiera una antena. Sin darse cuenta, casi como les ocurre en ocasiones a los propios jugadores —los malos— fue levantando el otro pie hasta estar totalmente encaramada a la ventana. Para asegurarse mejor, apoyó el pie izquierdo en el cristal, como si fuese a escalar una pared lisa. Ya solo faltaba un centímetro para llegar, era evidente que estaba a punto de conseguirlo. Respiró hondo e hizo el último esfuerzo por estirar su dedo hasta sacudir hacia un lado al animal y verlo precipitarse cuatro pisos hacia abajo, sin llegar nunca a perder su imagen, como si la guiara y precediera en su propia caída, porque estaba cayendo a continuación perdiendo el apoyo del pie izquierdo que resbaló del cristal y se levantó hacia atrás sacando su respingón culo hacia fuera y haciéndole caer, en posición vertical, sentada en el suelo, cuatro pisos más abajo.

Ya en el hospital, entre sueños, recordaba la caída del grillo a toda velocidad, pero la suya propia como si hubiese ocurrido muy lentamente. En su delirio, rodeada por su familia y delante de la enfermera, levantó la cabeza, abrió los ojos y preguntó: “¿Cómo está el grillo? ¿Sobrevivió?”.

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