DESAPERCIBIDO

En la silla el cuerpo parece apelmazarse, menguarse, como un acordeón recogido que ya no suena. Y es cierto, porque en la silla el cuerpo no suena a nada. Así, solo, en mi silencio, yo tampoco sueno a nada. Ni siquiera conozco el idioma de estas personas, lo que multiplica aun más mi silencio, engrandeciéndolo. De modo que empujo mi silla, giro las ruedas de atrás adelante, no sé si soy muy consciente de que mi trayecto no traza ni mucho menos una línea recta, porque mi silla se toma la libertad de desviarse levemente hacia la derecha –¡maldita!– y yo constantemente he de corregir sus escandalosas tendencias. Llego a la puerta de embarque, mejor me aparto en este rincón; el avión sale con retraso –¡malditos! –, cierro los ojos y me dejo embaucar por el sopor. Siento como si mi cuerpo estuviera presente pero yo no estuviera aquí, aunque soy consciente de dónde me encuentro, pero algo ilumina la oscuridad de mis ojos cerrados y es como si me hubieran llevado a una habitación blanca en la que no hubiera nada, ni paredes, ni suelo, ni techo, nada. Cómo consigo existir dentro de esta habitación es algo que desconozco, pero la luz me produce un suave y agradable picor en la nariz, me calienta y reconforta. A lo lejos oigo unas voces, la megafonía ha dicho algo, pienso que no sería para mí. Intento abrir un ojo, pienso en ello, incluso imagino el acto de levantar el párpado sin llegar a hacerlo. La megafonía suena llana y monótona al fondo de mi cabeza, hacia la nuca, casi a punto de caerse detrás de mi silla de ruedas.

Y siento que ahí afuera la masa de pasajeros ya se está levantando, no sé por qué, porque tengo los ojos aún cerrados, pero estoy escuchando ruidos de tacones, pisadas atropelladas mezcladas con el arrastrar de las ruedas de los equipajes de mano, objetos que se caen y a continuación se recogen, conversaciones y murmullos y búsquedas de pasajes en los bolsos y bolsillos. Espero un poco, porque debo entrar el último y esperar a que algún azafato fuerte me aúpe y me siente en el asiento, ocupándose de llevar mi silla de ruedas hasta la bodega.

Me sobresalta la musiquita que anuncia una próxima notificación por megafonía, que parece haberse atascado en un constante anunciar, como un disco rayado. Por fin para y se escucha una voz masculina informando del próximo vuelo. Los ojos se me han abierto apenas un poco y frente a mí, por la cristalera que da a la zona restringida, veo mi avión y el pasillo vacío. Una azafata en la puerta mira hacia el fondo buscando al pasajero perdido. ¡Pero qué estoy haciendo, ese pasajero soy yo! De pronto la mujer cierra la puerta, gira la llave y echa a andar hacia la salida. La pasarela al avión está despegada ya de él, y el aparato ha comenzado a avanzar hacia atrás. ¡Me dejan aquí! No puedo creerlo. ¿Por qué nadie ha tenido la delicadeza de despertarme? ¿Cómo han podido, impasibles, abandonarme en un rincón? Desolado primero y alarmado después, giro las ruedas de mi silla e intento impulsarme para alcanzar a la azafata antes de que desaparezca detrás de alguna puerta. La maldita rueda derecha insiste en desviarse; qué difícil es mover la silla a toda velocidad y al mismo tiempo corregir su desviación, pienso, mientras siento un dolor en los dedos de la mano que me atenaza y me sube ya por el antebrazo, aunque eso no impide que finalmente logre alcanzar a la azafata y atropellarla, tras calcular mal el momento de frenar. Le pido disculpas, pero ya juego con la ventaja de mi minusvalía para ser perdonado de antemano.

Y ahora resulta que ese no era mi vuelo y mi desgracia es que me he confundido de puerta de embarque. Ni siquiera, cuando han salido a buscarme, a sabiendas de mi físico impedimento, han podido encontrarme dormido frente a la puerta correcta, de modo que finalmente han decidido buscar mi maleta para sacarla de la bodega. Todo se ha complicado al intentar extraer de allí la silla de ruedas, que ya estaba etiquetada como equipaje y constaba como facturada dentro del avión pero nunca podrían encontrar, puesto que estaba debajo de mi cuerpo, en el pasillo equivocado. La azafata se ha sentido angustiada, yo diría que más que yo, que en realidad solo estaba interesado por tomarme otro vaso de ginebra. Me ha dejado en una esquina prometiéndome volver y se ha ido corriendo con mi tarjeta de embarque hacia alguna parte. Yo he mirado a mi alrededor y he descubierto un bar no muy lejos de mi rincón. Desde allí, bebiendo plácidamente, podré controlar el regreso de la azafata. Y solo después de un par de tragos me siento agradecido y tranquilo.

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