EL CONTROL PERDIDO

El preso escuchó bajo la ventana:

“Estaba la pájara pinta
sentadita en un verde limón,
con el pico picaba la hoja,
con el pico picaba la flor.”

Asomó la nariz intrigado. Varias niñas vestidas de campesinas, con sus faldas rojas, sus camisas y sus pequeños delantales blancos, cantaban bajo la ventana. Apenas podía ver a una de ellas en el centro de un círculo, mientras las demás, de la mano, giraban a su alrededor.

“Dame una mano,
dame la otra,
dame un besito
sobre mi boca.”

Las niñas correteaban en círculos rodeando a la que supuestamente desempeñaba el papel de pájara pinta. Después de cantar dos estrofas las niñas dejaban de girar; entonces la niña central, mientras lo iban cantando, giraba sobre sí misma a un lado, luego al otro, después hacía una reverencia y se iba a buscar a una de las niñas de alrededor, a la que daba una mano, después, cruzándola, la otra y, por último, acercándose a su cara, un imaginario beso en su boca. Entonces las niñas se giraban sin soltarse las manos y la de fuera pasaba al centro y la que había hecho de pájara pinta abandonaba el centro para salir al círculo con las demás, que volvían a empezar la canción de nuevo.

El preso se intentó asomar aún más para ver mejor. Al hacerlo pisó la pernera de su pantalón, que se le bajó un poco, descubriendo parte de su ingle. Entonces sintió un cosquilleo y se dio cuenta de que inevitablemente estaba ocurriendo otra vez. Estaba teniendo una erección. El preso se metió hacia dentro, sentándose en la cama, mirándose los pantalones como si esa parte de su cuerpo fuera independiente de él, como si su amigo –o su hijo– se obstinara en estropearle el día, y sintió que ya no podía controlarlo.

Se sentó en el suelo, detrás de la cama; comenzó a llorar, primero sordamente, después hondamente, y lloró todo el tiempo mientras se masturbaba.

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