SCHOPENHAUER, EL LORO

El espíritu del fallecido Segismundo, maestro y filósofo, sediento de vida, buscaba un alma perdida o estúpida en la que acomodarse: perdida para no ser consciente de su invasión; estúpida para que, en caso de ser consciente, le fuera imposible controlarla y esta se produjera igualmente.

El espíritu del fallecido Segismundo saltaba de ser vivo en ser vivo durante el tiempo, más o menos breve, en que el ser vivo lograba ser consciente de su invasión y aprender a librarse de ella. Viajaba buscando sin éxito, pues era expulsado de todos los cuerpos, unas veces por introducirse estando el poseso despierto, lo que impedía la entrada en su mente, y otras veces por tener demasiada personalidad, rozando la egolatría, lo que ocurría en la mayoría de las ocasiones, pues el ser humano es ególatra por naturaleza. No sentía interés por los animales distintos del hombre porque se vería obligado a perder la facultad de hablar y eso le impediría expresar sus axiomas y teoremas a los demás, de modo que desde el principio elegía seres humanos. Segismundo estaba cada vez más enfadado, pues no lograba encontrar el alma en la que instalarse con comodidad para abandonarse a sus filosóficos pensamientos; estaba tan enfadado que no se dio cuenta de que el hombre que acababa de invadir, de cuerpo despierto y mente dormida, se encaminaba hacia una iglesia.

Ya dentro de la iglesia, el poseso se despabiló de pronto y entonces fue consciente de aquella invasión. Comenzó, como hacían todos al principio, a sacudirse con fuerza, agitando los brazos y las piernas como si le hubiera entrado un ejército de hormigas por la pernera de los pantalones. Las mujeres, que, envueltas en ropajes negros y decoradas con preciosas y bordadas mantillas, habían acudido a rezar, se alarmaron. Todos los feligreses rodearon el cuerpo del tonto Angelito. “¡Oh, Dios, este hombre está poseso!”, dijeron. Llamaron al sacerdote y él extendió aquellos aceites de áloes con aromas de incienso y mirra sobre el cuerpo convulso del tonto Angelito hasta que se calmó.

El espíritu del fallecido Segismundo se había quedado quieto, muy muy quieto, no pensando en nada, apenas existiendo levemente, para no ser descubierto. El tonto Angelito, ya calmado, aunque no entendía lo que le ocurría, sintió que ya estaba mucho mejor. Segismundo fue analizando ese cuerpo lentamente y descubriendo sus límites y capacidades, no mentales, porque Segismundo, maestro y filósofo, no necesitaba una mente en la que reflejarse sino un cuerpo al que dar las órdenes. El tonto Angelito era torpe y no hablaba bien; sus manos se agarrotaban tras un esfuerzo y generalmente pasaba el día sin hacer nada. Pero si se entrenaba bien era posible hacer que todas esas capacidades mejorasen considerablemente, de modo que a Segismundo le pareció muy fácil instalarse allí, pues solo tenía que controlar los momentos en que el tonto Angelito tenía conciencia para dormir él, y viceversa. De este modo se instaló en su cuerpo y aprendió a convivir sin que nadie sospechase nada.

El tonto Angelito a partir de entonces llevó una doble vida: en casa, en el supermercado, en el parque, era el tonto Angelito, momentos en los que Segismundo aprovechaba para dormir; por la noche, cuando el tonto Angelito se acostaba, que lo hacía muy pronto –dormía doce horas al día–, él dirigía su cuerpo a las tertulias de los grandes cafés y, ya entrada la noche, a los prostíbulos, únicos lugares abiertos en los que satisfacía sus deseos de placer y al mismo tiempo podía expresar sus pensamientos más profundos sabiéndose escuchado por un público de borrachos y prostitutas muy propicio a la devoción y el asombro.

Segismundo llevaba ya cuatro años en aquel cuerpo cuando una noche entró en el prostíbulo su prima Mari Tere; más que prima de él era la prima de Angelito, pero Angelito estaba dormido y Segismundo no había tenido tiempo de conocerla para prevenirse contra ella, de modo que Mari Tere, tras escuchar sus filosofías y razonamientos, quedó tan sorprendida que necesitó abanicarse un poco para reponerse. Después, fascinada, imaginando haber hecho un gran descubrimiento, se acercó, cómplice, a abrazar a su primo, pero él, sin reconocerla, le metió la mano por el escote y comenzó a manosear sus pechos, lo que provocó que ella se diera cuenta de que algo extraño estaba pasando y llamara a gritos al encargado.

“Perdón, señor Barrientos, ¿usted sabe cómo se llama este sujeto?”, preguntó. Segismundo comprendió en ese momento que ella lo había reconocido, pero no a él sino al tonto Angelito. Iba el señor Barrientos, que lo conocía como Segismundo, pues tal era su nombre en esos lugares, a responder, cuando Segismundo se precipitó sobre la barra y se le echó encima, despertando con su brusquedad a Angelito, quien de pronto se vio en aquel lugar y no en su confortable cama y asustado comenzó a sacudir los brazos y las piernas golpeando todo lo que encontraba a su paso. Tuvieron que llamar a la policía y después al sanatorio mental adonde se lo llevaron entre cinco policías y dos enfermeros, atado con una camisa de fuerza, mientras el párroco, tras ellos, meneaba un pequeño botafumeiro apestando a incienso y mascullaba una monótona música cuyo soniquete hacía suponer que rezaba una oración.

Al salir, en la puerta, Segismundo tuvo que tomar una decisión a toda velocidad: dejarse encerrar con aquel tipo en una celda en la que, al expulsarle de su cuerpo, solo podría escoger el de una cucaracha o insecto similar, o bien arrojarse contra el loro cuya jaula, cubierta con un trapo negro, colgaba de la puerta del prostíbulo.


Dos años después, inesperadamente, apareció en el prostíbulo Mari Tere. Nadie la esperaba ya, pues había desaparecido el mismo día que su primo Angelito. Fue a la barra, pidió un combinado y miró a su alrededor. Vio la jaula del loro descubierta y preguntó: “¿Y el loro? ¿No duerme hoy?”. “¿Quién, Schopenhauer? No, este loro siempre está despierto. Si le tapas la jaula te pide por favor que se la destapes. Deberías escucharlo hablar, da verdaderos discursos. Cuando lo compramos no decía nada, pero un día de pronto empezó a hablar y ya no calla. Debió de estar un tiempo con un orador o un político o algo así, porque siempre está reflexionando sobre la vida y la muerte y hablando de pensamientos profundos; por eso lo llamamos Schopenhauer, porque es todo un filósofo”, le respondió riendo. Mari Tere se acercó hasta él y lo miró. El loro soltó un picotazo hacia ella y gritó: “¡Quita de ahí, puta!”. Mari Tere se apartó, enfadada, mientras el camarero y los clientes reían a carcajadas.

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