EL GORRÓN

Perucho se levantó y desapareció por la puerta de los aseos. Todos reían y comentaban, pero Mario le había visto desaparecer de reojo. Al momento, alguien, quizá Marcos, quizá Paco, pidió la cuenta. La chica le dio el papel y todo el mundo puso su dinero sobre la barra. Los billetes y las monedas fueron y volvieron, idas y vueltas, hasta que se hizo el reparto y todos quedaron más o menos satisfechos. Iban hacia la puerta cuando alguien dijo: “¿Y Perucho?”, y todos volvieron la cabeza buscándole. Mario ya iba a decir “en el baño” cuando Perucho apareció por la puerta sonriendo. “¡Ah! ¿Ya nos vamos?”, dijo. Y salieron.

La misma escena se produjo en los dos bares siguientes. Sin embargo, nadie parecía darse cuenta, excepto Mario, de que Perucho desaparecía justo un momento antes de que alguien pidiera la cuenta. Cómo Perucho había logrado desarrollar un instinto que le anticipara con tanta exactitud lo que iba a suceder unos minutos después era algo que Mario no se sentía capaz de descifrar; cómo su desarrollado instinto le avisaba del momento exacto de salir del baño era algo absolutamente incomprensible.

Mario hervía por dentro viendo lo que ocurría, pero no se atrevía a decir nada, quizá por miedo a no ser creído, o a ser calificado de resentido, quizá porque había una ínfima posibilidad, en la que quería creer, de que todo fuera producto de la casualidad. Pero necesitaba comprobar que se equivocaba antes de dar el paso siguiente. Y eso es exactamente lo que hizo: dar un paso. Cuando, ya en el cuarto bar, Perucho dio la vuelta y se dirigió hacia los lavabos, Mario estiró un pie a su paso y lo obligó a caer. El sonido fue estrepitoso, pues Perucho era un hombre grande, alto y fuerte, y al desplomarse en el suelo hizo sonar algunas de las banquetas de la barra que tuvieron sin remedio que apartarse para no ser aplastadas por aquel mastodonte.

El ruido atrajo a todo el bar. Los que estaban cerca hacían un gesto intentando ayudarlo a levantarse, mientras Mario, levantado de su silla, parecía tener un pie pegado a la pared de la barra, el pie culpable, llevándolo lo más lejos posible de allí para que nadie lo relacionara con el incidente. Perucho se levantó lentamente, sonriendo, tranquilo. Los amigos le hicieron bromas y rieron con él y Perucho se sacudió las cáscaras de gamba junto con el serrín, los huesos de aceituna, las servilletas arrugadas y sucias y otras inmundicias que vagaban por el suelo del bar y se le habían pegado a la pernera del pantalón como si quisieran huir de su futura incineración. Alguien pidió otra ronda y tendió la primera cerveza a su accidentado amigo. Al rato, ya casi terminada la ronda, Perucho volvió a girarse y desapareció en los lavabos. Mario tuvo que contemplar como sucedía lo que él sabía que iba a suceder, pues ya no podía ponerle la zancadilla de nuevo y no se le ocurrió otra idea para evitarlo. Al rato, cuando Perucho volvió, ya todos estaban saliendo del bar, excepto Mario, que sentado en la barra, cabizbajo, se detenía en analizar cada movimiento y saboreaba su amargo rencor hacia Perucho, quien pasó delante de él diciendo con ironía “vamos, Mario”, volviéndose justo antes de salir para guiñarle un ojo.

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