EL HOMBRE VERDE

Permaneció sentado mirando perplejo aquella mancha verde en el dorso de su mano derecha. Pasó un dedo de la otra mano por la lengua y frotó fuertemente la mancha, rascándola con la uña, pero no se borró ni lo más mínimo. Parecía incrustada dentro de su piel, como un tatuaje. Se acercó la mano aún más a los ojos, como si así pudiera ver algún detalle revelador, pero nada iluminó su ferviente inquietud. De pronto, como si se evaporara, la mancha se deshizo hasta desaparecer rápidamente ante sus propios ojos. Perplejo, examinó la mano más de cerca, pero la mancha había desaparecido. A simple vista era una mano normal. Durante un buen rato esperó a que la mancha apareciese de nuevo, pero no ocurrió. Finalmente se levantó, encogiéndose de hombros, y se marchó.

Por la tarde bajó con los niños a jugar al parque. Fue al agarrar a la pequeña Julia, para ayudarla a bajar el tobogán, cuando la vio de nuevo. Ahí estaba la mancha otra vez, en el mismo sitio, pero había aumentado de tamaño. Casi soltó a la niña, que dio un grito y lo obligó a despreocuparse momentáneamente de aquel fenómeno. Nada más aterrizar a la niña en el suelo, mirándose la mano, corrió a sentarse al banco. Ella lo miró, esperando una sonrisa, una broma, un grito de aliento, pero su padre ya no pensaba en ella; ni siquiera la miraba. Solo tenía ojos para aquella mancha verde.

La mancha permaneció, en esta ocasión, casi una hora, hasta desvanecerse de nuevo y desaparecer por completo en apenas un segundo.

La siguiente mancha fue aún más grande. La tercera casi ocupaba la mitad del dorso de su mano. Entonces decidió ir al médico, pero cuando llegó allí la mancha se negó a aparecer y sus explicaciones no parecían responder a ningún síntoma físico; antes bien, cuanto más hablaba más se daba cuenta de que el doctor acabaría por enviarlo al psiquiatra. Se sentía desamparado y tenía miedo. Andaba todo el día hacia todas partes mirándose el dorso de la mano, esperando encontrar la mancha para observar cuál era su nuevo tamaño. Comenzó a pintar con bolígrafo los bordes para poder apreciar las diferencias. Midió un aumento de un milímetro por aparición. Se chocó con personas, con bancos, con farolas, por estar mirando su mano mientras caminaba por la calle. Llevaba la mano toda pintarrajeada con líneas concéntricas que parecían pertenecer a un mapa geofísico lleno de curvas de nivel cuyo punto más alto se encontraba cerca del nudillo. Después midió los tiempos, tanto entre las apariciones como de duración de las manchas, pero no encontró ninguna relación lógica que le permitiera adivinar cuándo se produciría la siguiente revelación. Sus hijos le temían; su mujer le gritaba. No logró que ninguno de los tres la viera, de modo que finalmente nadie le creía. Era como si la propia mancha, provista de una inusitada inteligencia, supiera cuándo había otras personas mirando para borrarse de manera fulminante.

Poco a poco la mancha verde acabó por invadir todo su cuerpo. El día en que llegó hasta sus ojos ocurrió que todo lo que veía empezó a tener un filtro verde. Fue entonces cuando dejó de verse la mancha, que filtrada por el propio filtro ocular pareció desaparecer.

Después de mucho tiempo consideró que ya estaba curado y se olvidó de la mancha para siempre. Pero para entonces la mancha ya había empezado a aparecer en el dorso de la mano de su esposa.

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