LA VERDAD QUE SE ESCONDE

En medio del camino había un enorme charco. El caballero vio el charco a lo lejos y supo lo que iba a tener que hacer, pero al momento pensó en su chaqueta allí colocada, llenándose de barro, y después miró los bajos del vestido de la dama y los vio ya sucios, embarrados por su constante contacto con el suelo, aunque seco, no exento de suciedad, y sintió la injusticia de tener que destrozar su chaqueta por una simple galantería. “Tengo que pensar en algo rápido”, se dijo. Agarró a madame Berlaymont del brazo y dio un rápido giro hacia el lado contrario. Muy bajito le dijo al oído: “Cuidado, madame, el caballero Perçage está al fondo; creo que no nos ha visto”. Madame Berlaymont dejó salir una leve risita. “Huyamos, monsieur Marsin”, le dijo. Y continuaron por el camino hasta bordear el palacio por el lado contrario. Marsin respiró hondamente, aliviado y al mismo tiempo orgulloso de su inteligente solución.

“Este idiota no sabe que monsieur Perçage anunció ayer noche que no podría venir –pensó madame Berlaymont–; qué excusa tan pobre para evitar la galantería de tener que poner su chaqueta en el charco. Algunos actúan como si fueran esclavos de su pobreza. Un verdadero caballero no piensa en una chaqueta fácilmente sustituible por otra. ¡Qué vulgaridad!”

Madame Berlaymont miró al caballero Marsin y le sonrió. Marsin respondió a su sonrisa y continuaron paseando un rato por los jardines del palacio.

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