Hasta ese momento nunca había hablado, pero al sacar la cabeza del agua comenzó a cantar una melodía tan extraordinariamente hermosa que su madre se sintió desfallecer.
Sentado en su sillita sus padres lo llevaron hasta el mar. Al verlo, el niño comenzó a gritar y a reír con una alegría a la que sucumbieron. Lo vieron alejarse nadando a saltos como un delfín. No sabían cuándo volverían a verlo, pero sabían una cosa: ese era su entorno. Allí podría ser feliz.
Cada año, en el día de su cumpleaños, sus padres viajaban hasta la orilla del mar y lo veían pasar a saltos entre los delfines.
Un día, saltando, nadando, llegó desde el mar del Norte hasta la costa Este de los Estados Unidos, atraído por un lejano sonido tan extraordinario que por más lejano que sonara superaba en belleza la de cualquiera de sus propios cantos. Así fue como entró, sorteando la península de Florida, al Golfo de México y por el río Mississippi hasta New Orleans. Tuvo que salir del río para escuchar mejor el cálido sonido de aquella música. Tuvo que cortarse los pies para poder hacerse pasar por un ser humano. Tuvo que arrastrarse en una silla de ruedas a partir de entonces. Tuvo que mendigar, sentado en su silla de ruedas, para conseguir una guitarra. Tuvo que sacrificarlo todo.
Se había enamorado del blues para siempre. Sus padres ya nunca volvieron a verlo.
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