EL ARMA DEL CRIMEN

Todo comenzó con un pequeño tubo que Eduardo cortó y limpió a partir de un trozo de bambú que alguien había tirado al suelo. Con su pequeña navajita cortaúñas se entretuvo recortando uno de los lados en curva y después agregando dos agujeros, uno delante y otro detrás, con la idea de hacer un silbato. Lo fue probando mientras lo cortaba y, aunque no sonaba, pensó que quizá habría que esperar a que estuviera terminado para hacerlo sonar. De modo que continuó cortando, limpiando y tallando hasta que tuvo un pequeño silbato de bambú. Entonces se lo acercó a la boca y sopló, pero siguió sin escucharse nada. Tapó uno de los agujeros, después el otro, y siguió si escuchar nada. Lo miró y, a punto de tirarlo, dándolo por inútil, se dio cuenta de pronto de que había bastantes lagartos a su alrededor. Sorprendido, volvió a soplar por el silbato y contempló como a sus soplidos acudían más lagartos a su encuentro. Entonces se dio cuenta de que, aunque él no escuchaba nada, los lagartos sí debían de oír un pitido que les hacía acudir, atraídos quizá por la promesa de algún alimento, el sonido de un animal moribundo pidiendo socorro, el roce de un insecto que se agita en el suelo, puede que una cucaracha que se ha dado la vuelta por error y no puede retomar su posición, o atraídos quizá por una promesa de amor, el canto de una hembra en celo o una lucha entre hembras por el mismo macho, o cualquier otro sonido que por algún motivo atraía a aquellos animales. Sorprendido y divertido a la vez, Eduardo comenzó a soplar sin parar para comprobar hasta cuántos lagartos podían acudir a su llamada. Pronto aquel rincón del jardín se llenó de lagartos hasta tal punto que ya no se veía el suelo y Eduardo, atrapado repentinamente en un ataque de risa, continuaba soplando y soplando hasta que tropezó y cayó hacia atrás, rodeado como estaba de lagartos, tragándose por accidente su silbato. Y quizá el aire que intentaba aspirar mientras se tragaba el silbato continuara emitiendo aquel pitido porque, ya en el suelo, los lagartos comenzaron a entrar por su boca y él ya no podía hacer nada porque ya no podía respirar, a cada lagarto que entraba le faltaba más aire y, lo que es peor, no podía dejar de reír, porque su ataque de risa se había apoderado de su propio pánico.

Eduardo quedó muerto en el suelo entre el jardín y el asfalto. Al rato, de su boca comenzaron a salir lagartos. Uno  de ellos llevaba en la boca su pequeño silbato de bambú.

—Y aquí tenemos el arma del crimen —dijo el forense con una sonrisa al ver salir huyendo a toda velocidad a un lagarto de la laringe del cadáver durante la autopsia.

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