EL HOMBRE DEL LADRILLO


Andando por la calle, como cualquier otro, entre mujeres que iban a hacer la compra semanal, adolescentes que se empujaban unos contra otros, hombres serios trajeados siempre con prisa hacia alguna parte, parejas de la mano o jóvenes desaliñados paseando al perro, caminaba el hombre del ladrillo. Era un hombre de unos cuarenta años, de pelo grasiento, algo sobrado de carnes, con un enorme vientre; su rostro, redondo, dejaba caer una leve papada sobre la que crecía la barba apenas afeitada hacía algunos días. Llevaba un pantalón de peto de algodón, vaquero, con una camisa de color verde que desentonaba con el conjunto, pues se veía claramente que era de calidad; probablemente la había comprado para asistir a algún acto importante, una boda o un bautizo, y tras verla apolillarse en el armario por la falta de uso había decidido utilizarla para sus quehaceres habituales como si de una camisa sencilla se tratase. Los pantalones terminaban bastante antes que su cuerpo, es decir, le quedaban pesqueros. Al andar, con aquellas botas de trabajo de suela gruesa de goma, el borde de sus pantalones bailaba de un lado a otro sin encontrar oposición, como si flotara sobre los pies. Su paso era firme y decidido. En la mano derecha, agarrado por un lateral, llevaba un ladrillo. Era un ladrillo corriente, arcilloso, perforado con tres filas de redondos agujeros; había metido uno de los dedos en el primer agujero de la fila central y así era como lo llevaba sujeto.

No sabría explicar por qué decidí caminar tras él; de pronto me entró la curiosidad de saber adónde iría un hombre con un ladrillo en la mano, de modo que comencé a caminar detrás de él disimuladamente, aunque el hombre en ningún momento hizo ademán de haberse dado cuenta, ni siquiera giró la cabeza una sola vez. El hombre continuó caminando por la avenida hasta llegar a una pequeña calle por la que giró a la derecha. La calle estaba en cuesta; casi a la mitad de esa cuesta se abría otra pequeña calle, también a la derecha, por la que se metió, obligándome a apretar un poco el paso para no perderlo. Al girar la calle no había nadie. Parecía como si se lo hubiera tragado la tierra. Eché a andar igualmente, buscando el sonido de una puerta cerrarse para encontrar el portal por el que había entrado, pero no se oía absolutamente nada. Había un enorme silencio allí sobre el que solo se escuchaban mis pasos golpear la acera. Había caminado un tramo cuando vi un entrante, como si una nueva calle se abriera a la izquierda, y decidí acercarme. No se trataba de una calle, ni siquiera de un callejón, sino de un entrante hecho en el edificio por un mirado arquitecto que quiso idear un lugar en el que tender la ropa con discreción, evitando deslucir la calle, lo que por otra parte había sido prohibido hacía tiempo en un bando del Ayuntamiento. Cuando me asomé ahí estaba el hombre, apoyado en la pared, con el ladrillo en la mano, mirándome. Me asusté, pues no esperaba ese encuentro, y di un paso hacia atrás. El hombre me miraba sin cambiar su gesto adusto ni siquiera hasta comprobar que solo se trataba de un pobre curioso, conque tuve que esforzarme para pronunciar algún tipo de excusa que suavizara de algún modo aquella mirada. “Perdone que le haya seguido; únicamente me intrigaba, quiero decir que me había llamado la atención, no sé, me sentí empujado a seguirle para preguntarle, pero le juro que no hay nada malo detrás, no tengo intención de hacerle nada, pero es que... ¿Por qué lleva usted un ladrillo en la mano?”.

Sin mediar una sola palabra, el hombre alzó la mano y golpeó fuertemente mi cabeza con el ladrillo. Caí al suelo, dolorido, sin apenas voluntad para huir; entonces el hombre, aún más enfurecido, comenzó a golpearme una y otra vez con aquel ladrillo en la cabeza. Desde mi posición podía ver saltar trozos de ladrillo por los aires, reventando en pedacitos que volaban a mi alrededor, y pude escuchar el crujir de mi cráneo también reventado, sentir el calor de la sangre brotar de mi cabeza para derramarse por el suelo, mezclándose con el polvo de arcilla desprendido del ladrillo, formando un enorme charco de barro enrojecido.

El hombre se giró y echó a andar. Lo vi alejarse, apenas un momento antes de perder el conocimiento, y me fijé en su mano, en la que ya no llevaba nada.

2 comentarios:

  1. hermosos cuentos..Me presento como asidua lectora de poemas y cuentos cortos ..respetando siempre tu persona espero no incomodarte si te comparto con otros en mi blog..tu trabajo es importante y tu tiempo en el invertido es de oro , asi es como valorizo cada letra y cada pagina .-poseo un blog sensillo lleno de escritores tan bellos como tu a los cuales admiro tambien..Gracias por permitir espiarte y dejarme entrar en tu mundo.- Cariños y bendiciones.-

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  2. Muchas gracias por tu comentario, por supuesto que no me incomoda que compartas, todo lo contrario.

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