Correteaba por aquel campo cantando lindas e inventadas canciones que nunca serían escritas mientras arrancaba flores silvestres para formar un bonito ramo: malvas, cardos, margaritas, amapolas, hierbas de Santiago, celidonias, lavandas, caléndulas, adelfas, pimpinelas, argamulas y jaras, mezcladas con hierbas y ramas, hasta que apenas pudo cerrar la mano. Entonces dio la vuelta, entró en casa, buscó un jarrón, lo llenó de agua y fue colocando las flores y dándoles forma hasta conseguir un bonito ramo, continuando con su canturrear, ensimismada.
Se escuchó un golpe fuerte de cristales rotos y el rebotar contra el suelo de un objeto de gran peso. Se volvió a mirar: el cristal tenía un perfecto agujero redondo de bordes agrietados y en el suelo yacía, inerte, el proyectil, una piedra grisácea redondeada y lisa, sin duda recogida de entre los cantos rodados de la orilla del río. Miró hacia fuera buscando entre los matorrales el movimiento delator, pero no había nadie. Ni siquiera vio moverse algún seto apartado o sintió un crujir de hojas entre los arbustos. Entonces se agachó y recogió la piedra. Grabado en ella a golpe de cincel se leía: “TE QUIERO”. Colocó la piedra en la palma de su mano y la tapó con la otra, casi en una caricia, como se protege una delicada joya o un huevo a medio incubar. Después volvió a asomarse a la ventana, con otro rostro, distendido, sonriente, esperanzado, atrapado entre la curiosidad y la ilusión. En ese momento entró, violentamente, aquella otra piedra. El agujero que dejó en el cristal, tan perfecto como el anterior, esta vez estaba mucho más arriba, exactamente a la altura de su cabeza, contra la que se fue a estrellar haciendo resonar un chasquido y después apartándose hacia el suelo, cayendo por la inviolable ley de la gravedad a la misma velocidad constante que ella, ley que casi recordó antes de perder el sentido, y dejando en su apartarse brotar la sangre a borbotones, como brota la sangre de la cabeza, tan abundante, tan impaciente. El último golpe lo dio en el suelo con la propia cabeza, con el lado contrario al de su herida. La sangre se resbalaba por su frente hasta sus ojos y después por sus mejillas para gotear en el suelo, incesante, hasta agotarse.
Cuando entraron en la casa la chica tenía en su mano fuertemente cerrada una piedra en la que se leía “TE QUIERO”. En el suelo, la otra piedra había caído boca abajo pero, al recogerla y girarla, entre manchas de sangre se leía: “TE ODIO”.
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