SOMATIZACIÓN

Cuando era niño un día vino una doctora al colegio a hablarnos sobre algunas enfermedades que podíamos contraer si no tomábamos las precauciones adecuadas.

En su presentación, con bonitas diapositivas, había una sobre el tétanos —o el tétano, porque tanto lo pronunciaba en singular como en plural, aunque después supe que no se trataba de un plural sino del uso de la etimología griega o latina— con objeto de prevenirnos sobre los efectos de esta enfermedad, en la que aparecía un cuadro de un tal Charles Bell, pintado en 1809 y titulado “Opistótonos”.

En aquel cuadro de colores oscuros, como si de un escenario macabro se tratase, surgía iluminándose un hombre desnudo, de piel clara, que se retorcía de dolor arqueando su cuerpo hacia atrás, rígido, tan rígido que parecía un puente sobre el que poder cruzar al otro lado de quién sabe qué. Aquella postura, junto con el gesto de dolor y horror del hombre, supuestamente moribundo, según explicó la doctora, su propia desnudez y los cuchicheos de mis compañeros, me causó una profunda impresión. La doctora leyó: “Esta enfermedad se caracteriza por la presencia de espasmos musculares intensos e intermitentes y rigidez generalizada, secundarios a la acción de la tetanospasmina, neurotoxina producida por Clostridium tetani”. Después nos explicó cómo se podía contraer a través de una sencilla herida hecha, por ejemplo, al caernos de la bicicleta, y cuáles eran los primeros síntomas, para acabar explicando el terrible final: “El paciente sufre un dolor intenso durante estos espasmos y rara vez pierde la consciencia. La muerte suele ser debida a una parada respiratoria, bien por obstrucción de las vías respiratorias altas durante los espasmos, bien por la contracción continuada del diafragma”. Sentí, al mismo tiempo que la doctora describía aquellos terribles síntomas, todos los efectos que iba explicando. Al acabar, todos los alumnos habíamos ido alzando la voz desde el murmullo hasta el bullicio.

Al llegar a casa conté a mi madre todo lo que nos habían explicado, ya que ella era la única persona capaz de evitarme aquella enfermedad, pues era imprescindible estar al día con las vacunas. Noté en mi madre el gesto del error advertido y comprendí que en algún momento no me la había puesto, lo que significaba que me encontraba completamente expuesto. Busqué corriendo en mis rodillas posibles heridas por las que podía haber entrado aquel microbio asesino; dos costras recientes, del día anterior, me miraban con ironía, despertándoseme de pronto un sudor frío y al mismo tiempo un intenso calor que me subió implacable hasta las mejillas, y de pronto mi sonrisa se volvió rígida —como nos había explicado la doctora, sardónica— y mis manos se arquearon hacia dentro. Sentí cómo se me endurecían los músculos de los brazos y las piernas y caí al suelo, completamente rígido, justo antes de empezar a tener convulsiones mientras sentía un dolor tan intenso que no podía ni gritar (en realidad no podía gritar porque mi garganta estaba tan tiesa como el resto de mi cuerpo, lo que impedía vibrar a mis aterradas cuerdas vocales). En algún momento noté, entre espasmos, como los microbios avanzaban por aquel corredor rígido de las venas de mi cuerpo.

De camino al hospital oía a todos hablando a lo lejos, aunque sabía que me hablaban a mí, pidiéndome calma con cariño y ternura.

Aquel día sufrí mi primer ataque de ansiedad. Sin embargo, esto no nos lo había explicado la doctora.

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