EL ESCONDITE INDIGNO


Hoy me he dado cuenta de que las palomas están todo el día haciendo los coros del Sympathy for the Devil de los Stones. Me he dado cuenta porque escuchábamos la canción cuando nos ha interrumpido el sonido de la llave de la puerta girando para abrirse y encontrarnos en medio de un enloquecido baile de pieles desnudas que se tocan entre risas y respiración entrecortada. Linda me ha abierto la puerta del armario y me ha empujado dentro. Antes de cerrar me ha dicho: “tranquilo, solo viene para un momento y se irá rápido”.

Al principio se escuchaba el sonido grave de la voz de su marido y las risas de Linda –un tanto histriónicas, sobreactuadas– entre frases interminables. Después ha disminuido la intensidad de los ruidos hasta convertirse en un hilillo apenas inteligible y en ese momento he empezado a escuchar a las palomas. Hacían “Ooh, ooh” como las chicas del coro de la canción, una y otra vez, mientras yo me sentía el mismísimo diablo allí encerrado, sin saber qué hacer pero sabiendo que no era posible hacer nada. Durante un momento me imaginé a mí mismo saliendo del armario para descubrir la verdad, pero la propia imagen y el cálculo de las posibles reacciones  a esa decisión me adherían cada vez más a la pared de aquel armario en cuya comodidad no tuve tiempo de pensar. Entre los “Ooh, ooh” de las palomas un imaginario Mick Jagger me repetía una y otra vez la frase de Linda: “tranquilo, solo viene para un momento y se irá rápido”, pero la rapidez de pronto se había convertido en el resultado de la fórmula (T x S)2, siendo T el tiempo real y S la sensación que tenía de estupidez. Así que para entretenerme empecé a hacer cálculos, asignando a mi sensación el valor de 10, porque mi estupidez en aquel momento me parecía enorme, y de este modo multiplicando cada minuto por 10 y elevándolo al cuadrado, lo que me daba, para cada minuto que transcurría, el resultado de haber transcurrido 100, por lo que al cabo de unos 17 minutos ya estaba sintiendo que habían pasado 170 x 170 = 28.900 minutos –calculaba yo mentalmente con dificultad–, que divididos entre 60 con más dificultad aún me ponían en 481,67 malditas horas, es decir, veinte días, una hora y cuarenta minutos. Por un momento pensé que podía morir allí sin que nadie recordara haberme metido dentro y empecé a escuchar mi respiración algo entrecortada, lo que imprimía al corear de las palomas un ritmo casi perfecto. De pronto me sentí, además, desnudo; llevaba más de veinte días desnudo en un armario escuchando el coro del Sympathy for the Devil y la cabeza empezaba a hincharse dentro de aquel armario, lo notaba, sentía cómo mi cabeza estaba creciendo y empezó a tocar las paredes del armario, lo que me atemorizó, dado que si salir de allí espontáneamente me parecía ridículo peor aún me resultaba imaginarme reventando la puerta del armario con mi ensanchada cabeza y desparramando todos mis sesos rosados contra la pared de enfrente. Y el asco de ver mis sesos esparcidos por la habitación decoró aquel armario con una encantadora vomitona.

En ese momento escuché la puerta cerrarse y las palomas callaron.

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