LA VIUDA IMPOSIBLE

Dicen que hay personas que nacen con mala suerte y ya nunca consiguen eludirla. Ya de niña Bernie miraba a su alrededor y veía princesas envueltas en toda clase de riquezas, en los cuentos infantiles, en las revistas, en el cine o en los alrededores del teatro, y su ambición se dejaba llevar por aquellas imponentes imágenes, mientras maldecía la mala suerte de haber nacido en una familia humilde. Y ciertamente Bernie era una niña tan ambiciosa como malvada, pero ni su ambición ni su maldad eran tan grandes como su mala suerte. Sin embargo, apenas cumplió los diecisiete años su cuerpo se irguió y sus curvas se irguieron también con su cuerpo, de modo que, con sus pequeñas faldas, sus grandes escotes y sus zapatos de tacón alto, paseando frente a los hoteles de cinco estrellas de la Avenida Central, toda ella componía un enorme dispositivo de voluptuosidad. Así fue como comenzó su carrera por conseguir un marido rico que la colmara de todas aquellas cosas que había visto tantas veces tan a lo lejos para matarlo después y disponer así de toda su fortuna a su antojo. Durante años fantaseó con los distintos métodos que podría utilizar para matarlo sin ser descubierta. Elaboró planes que repasaba una y otra vez mientras esperaba en la recepción del hotel al hombre adecuado con el que tropezarse y comenzar su estratagema.

El primero fue George. Era americano y poseía una cadena de restaurantes que no paraba de crecer, hasta el punto de extenderse hacia Europa, lo que había motivado su presencia en el hotel donde había tropezado con Bernie al salir del ascensor, enamorándose perdidamente desde el primer momento. Cuando murió por una absurda caída desde la ventana del último piso al intentar agarrar al vuelo el reloj que se le había resbalado entre los dedos por despiste, apenas a falta de dos meses para la boda, Bernie pensó: “qué mala suerte”. Ni siquiera habían tenido tiempo de firmar un acuerdo prenupcial o algún documento que pudiera servirle para situar aquella fortuna entre sus manos. Y Bernie vio su ambición precipitarse contra el infortunio. Pero después de George vino Manuel, y después Robert, Malcolm, Francisco Javier, Emilio, Gabriel y Armando.

Todos murieron fortuitamente antes de la boda. Todos morían justo cuando aún no había nada que destinara sus pertenencias a su desolada prometida. ¡Todos!

Después de la muerte del octavo, Bernie se sentía agotada. Comprendió que no lo iba a conseguir. Se sentó en uno de los sillones de la recepción con la cabeza entre los brazos. Tenía ganas de llorar, pero no tenía lágrimas. No sentía tristeza o desamor sino pura desesperación. Juan se sentó en el asiento contiguo por pura casualidad y con la misma pureza casualmente se le escapó la cartera de las manos, cayendo sobre las rodillas de Bernie. Así empezó la última historia de amor.

Aunque Bernie pasó todo el tiempo esperando que sucediera, esta vez Juan no murió. El día de la boda llegó y seguía vivo. Llegó el coche a recogerla y todo parecía estar en orden. Llegó la novia del brazo del padrino y entró en la iglesia sin que nadie gritara o interrumpiera el evento con una terrible noticia. Llegó el novio y agarró del brazo a la sufrida madre de Bernie, que se había compuesto con la elegancia y categoría que su hija había escogido para ella. Llegaron los invitados y se dispusieron en los asientos. Llegó el sacerdote y ofició la ceremonia.

Cuando el sacerdote pronunció la ansiada frase Bernie sintió que sus piernas flaqueaban y cayó desmayada al suelo. Todos creyeron que era de la emoción y que por fin se había acabado su mala suerte. Pero cuando intentaron reanimarla comprendieron que no sobreviviría.

Juan quedó viudo nada más casarse. Bernie nunca pudo saber que la había engañado y se encontraba al borde de la quiebra. Gracias al seguro que Bernie le había hecho contratar consiguió salir airoso de sus descomunales deudas. Quizá por ese motivo no había muerto antes de la boda como los demás. Quizá por ese motivo o porque Juan era, sin duda, un tipo con suerte.

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