EL VUELO DEL PLANEADOR

No llevaba ni quince minutos en aquel campo de hierba, recogiendo un poco de hinojo para mis dulces, cuando escuché una especie de zumbido, como si alguien me soplara al oído muy fuerte. Al girarme observé una avioneta, más bien un planeador, de esos aviones con alas larguísimas sin motor que son remolcados hasta el aire y que después de desenganchados vuelan durante un tiempo al azar de la corriente de aire, que se acercaba hacia mí volando bastante bajo. Me giré para mirarlo bien, coloqué mi mano en la frente para tapar los rayos de sol y recordé sin querer a Cary Grant a punto de, como yo, comprender que el avión venía hacia mí y que debía girarme y correr con todas mis fuerzas hasta sentir el silbido tan cerca que me tiré al suelo, igual que él, sintiendo como el avión pasaba encima de mí tan cerca que al pasar me levantó los pies del suelo como si quisieran darle alcance. Me levanté; estaba asustada, no lo puedo negar, ya no pensaba tanto en Cary Grant como en aquel precioso maizal en el que se refugiaba y que yo buscaba a mi alrededor. A mi izquierda, entre hierbas más altas, había una caseta abandonada. Decidí esconderme allí, pues el planeador acababa de girarse y volvía hacia mí de nuevo, lo que realmente me horrorizó.

Mientras corría con todas mis fuerzas —y esta vez logré esquivar, girando bruscamente hacia la izquierda en el último momento, la nueva embestida— pensaba en quién podría querer derribarme y sinceramente no se me ocurría nadie. Hay personas que tienen enemigos y lo saben, pero casi nunca son tan fuertes como para intentar asesinarlos. Yo ni siquiera tenía enemigos de ningún tipo, o al menos no que yo supiera, lo que me producía una intensísima inquietud.

La caseta estaba muy deteriorada. En la puerta había dos ganchos, uno en la hoja y el otro en la jamba, sujetos por un candado, pero la madera de la puerta estaba tan carcomida que un empujón leve escupió aquel candado con los ganchos hasta el suelo. Dentro,  el suelo tapizado de hierba silvestre y algunos aperos apoyados en la pared se entreveían en un claroscuro de grietas por las que pasaban tímidamente algunos rayos de sol. No me atrevía a entrar, pero sentí de nuevo el zumbido del planeador y di un saltito hacia dentro, quedándome allí inmóvil, al borde de la puerta, de espaldas, paralizada. Desde allí pude entre ver por las rendijas de una ventana tapiada por raídas tablas pasar el planeador de largo y volver a ascender como si fuera a prepararse de nuevo para el ataque. Y ahora me preguntaba qué podía hacer, cuál era el siguiente paso, si es que tenía que dar alguno o era mejor esperar a que la corriente de aire impidiera a aquel avión volver a ascender y con suerte estrellarse contra el suelo, pero al mismo tiempo que pensaba en este final sentía el terror de saber que la forma de aterrizar de estos aviones es precisamente estrellándose —patinando— contra el suelo, lo que colocaría a mi supuesto asesino mucho más cerca de su objetivo. De modo que me giré, me asomé desde la puerta, sin llegar a salir de la caseta, y miré hacia el horizonte. El coche estaba tan lejos que apenas asomaba tras los árboles de la carretera. El resto del paisaje estaba repleto de plantas y completamente yermo de cualquier posible presencia humana. No podía pedir ayuda. Miré mi teléfono y comprobé que tampoco había cerca ninguna torreta de comunicaciones, lo que me dejaba sin cobertura. El planeador volvió a silbar nuevamente, y nuevamente volvió a pasar al ras, esta vez de la caseta, y a ascender. La caseta vibró amenazando con derrumbarse en la siguiente pasada. Parada en la puerta, sin saber si mirar hacia dentro o hacia fuera o buscar el planeador entre las nubes y calcular el tiempo que tardaría en recorrer el trayecto hasta mi coche corriendo tan rápido como me permitieran mis asustadas piernas, aún seguía dando vueltas a quién podría ser mi asesino, sin conseguir dar con una respuesta. De modo que decidí salir de la caseta, sin llegar a alejarme de ella, para contemplar lo mejor posible al piloto cuando volviera a pasar al ras, tan cerca que quizá me dejaría ver su desencajado rostro de ojos extremadamente abiertos —se me ocurrió de pronto.

El planeador dio la vuelta de nuevo y volvió a la carga. Yo salí de la caseta y me coloqué frente a la puerta, a un par de metros de esta, lo que impedía a la avioneta atropellarme y al mismo tiempo me permitiría escudriñar el interior de la cabina.

Y exactamente en ese momento, cuando ya se acercaba y comenzaba a descender hasta la caseta, el planeador hizo un giro al tiempo que subía y se marchó por el horizonte. Pasó un tiempo que me pareció una hora en el que no fui capaz de moverme de mi posición, a dos metros frente a la puerta de la caseta. Ni rastro del planeador. Finalmente, mirando todo el tiempo hacia atrás, salí corriendo y llegué hasta el coche, arranqué y me marché de allí.

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