CARNE DE MENDIGO


Me senté enfrente del bar, justo delante del ventanal por el que se veía una de las mesas. Extendí el paño y desdoblé el cartón en el que se leía “TENGO HAMBRE”. Me bajé el sombrero y me coloqué aquella mueca de pena que tenía tan bien ensayada. Me gustaba aquel sitio porque mientras esperaba a que fueran cayendo las monedas me entretenía mirando a la gente que se sentaba en aquella mesa y me imaginaba sus vidas, llenas de lujos, de grandes coches y enormes apartamentos con neveras repletas de alimentos.

Aquel tipo se sentó, levantó la mano mirando hacia la barra y, cuando llegó el camarero, le señaló un plato del menú y ambos cruzaron unas palabras. Las risas entre ellos les daban un aire de confianza que me impulsó a imaginar a un tipo que acudía mucho al bar a comer, por ejemplo porque su esposa era una mujer ocupada y se veía obligado a bajar al bar cuando libraba la cocinera, porque por supuesto en aquel enorme apartamento había una cocinera que libraba un día a la semana. El hombre, como quien sigue un procedimiento paso a paso, abrió su pequeño bolso de mano, sacó una servilleta, la desdobló y se la colocó sobre las rodillas. Después sacó otro paño y con él limpió los cubiertos, la parte superior del plato y la copa. A continuación dobló el paño de nuevo, lo guardó, cerró la cremallera de su bolso de mano y colocó las manos, con el puño cerrado, en el borde de la mesa con delicadeza.

Al rato llegó el camarero con una cerveza. Colocó la copa de cerveza en lugar de la que él había limpiado previamente. Su gesto fue un tanto contrariado, pero después miró la copa y dio un sorbo de la cerveza, volviendo a colocarla exactamente en el mismo lugar de la mesa. Poco después el camarero reapareció con una cesta de pan y un plato con un bistec con patatas. El hombre cabeceó en señal de agradecimiento y volvió a mirar el plato con el mismo recelo con el que había mirado la copa de cerveza. Finalmente, agarró el tenedor y el cuchillo y comenzó a cortar la carne.

Cuando se metió el primer trozo en la boca me entraron ganas de vomitar. Miré mi paño en el suelo, en el que solo había dos monedas, y decidí no seguir mirando comer a aquel hombre para no engañar a mi estómago haciéndole creer que aquella carne tendría un destino al que nunca llegaría realmente, pero por algún motivo no pude hacerlo y volví a mirarlo. El hombre cortó un trozo de carne, se lo llevó a la boca, lo masticó varias veces y después, sorprendentemente, sacó la servilleta que tenía sobre las piernas y se la llevó a la boca como si escupiera el trozo sobre ella, cerró el puño y colocó la servilleta, redondeándola como una bola, sobre la mesa. Sorprendido, pensé que lo que acababa de ver era imposible y que mi estómago, esperanzado, me engañaba con imágenes equivocadas. Pero después el hombre cortó otro trozo, lo masticó e hizo lo mismo, y otro trozo, y otro. Iba dejando la servilleta sobre la mesa, como si envolviera a aquella carne masticada y no tragada, y la pelota cada vez era mayor, hasta que por fin terminó el filete. Entonces agarró la pelota de tela que envolvía aquellos trozos de carne y agachando la mano la dejó caer, probablemente en alguna papelera que yo, desde mi sitio, no podía distinguir. Agarré mi cartón, mi paño y mis dos monedas y lo recogí todo rápidamente. Las monedas no me daban para un café pero de pronto recordé que el día anterior había logrado irme sin pagar y al meter la mano en el bolsillo de la chaqueta di con las monedas que faltaban. Entré en el bar en el momento en el que él pagaba el filete y se despedía del camarero. Tomé la mesa casi asaltándola, bruscamente. El camarero me miró con desaprobación, y yo le sonreí imitando el gesto de aquel tipo. Levanté la mano, dije “un café solo, por favor”, el camarero asintió y se fue a la barra. Me giré: a mi izquierda, en el suelo, estaba la bola de tela con los trozos de filete, no en un cubo, en una papelera o cualquier otro recipiente, sino sencillamente tirada en el suelo. Agarré la servilleta, miré a mi alrededor; nadie se había dado cuenta. Metí la mano entre las arrugas de la tela hasta tocar uno de los trozos de carne, que extraje y me metí en la boca corriendo. Poco a poco fui, disimuladamente, comiéndome todos los trozos de carne, hasta que terminé. Apenas tenían sabor, pero mi cuerpo no dejaba de agradecérmelos. Cuando acabé me tomé el café, aproveché un descuido del camarero y me marché sin pagar.

Me llevé la servilleta.

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