EL MOTOR DE DOS TIEMPOS


Entramos en tu casa. Íbamos envueltos en una ansiedad que nos apartaba las paredes, los muebles, las puertas, las esquinas. Caminábamos sin luces entre obstáculos que nos importaban una mierda mientras nos íbamos quitando la ropa como si apartáramos las plantas de una poblada selva a golpe de machete. Te tapé la boca, no sé por qué, quizá estabas haciendo demasiado ruido, y como a una muñequita te agarré bajo la cintura y te levanté mientras entre susurros te preguntaba: “¿hacia dónde?”. Tú señalaste con la mano una puerta que había detrás de ti, a la derecha, apenas un hueco algo más oscuro que el resto de la habitación. Me dirigí hacia allí contigo en brazos; quité la mano de tu boca y puse la mía, sintiendo tu lengua tan húmeda, tan inmensamente húmeda, que me sobrevino una fuerza descomunal y, llevándote aún en brazos, me permití sujetarte apenas con una sola mano mientras con la otra me iba bajando los pantalones y con el pie empujaba la puerta hasta sentirla abierta, entraba en la habitación y te dejaba caer sobre la cama. Cuando caíste quise adivinarte entre sombras, tan suave, tan curva, tan sensual, que por un momento creí que mi erección llegaría hasta el piso de arriba e imaginé mi pene golpeando el techo. Entonces, justo cuando me echaba sobre ti, lo hiciste. Dijiste: “espera, espera” y paraste todo ese motor que habíamos puesto en marcha los dos, pero que por algún motivo que desconozco tú podías parar sin esfuerzo mientras que yo apenas podía controlarlo lo suficiente como para detenerme un instante y seguir, y tú “espera, espera”, dale con la palabrita, y “¿qué pasa?”, te pregunté mientras te besaba el cuello, bajaba por tu escote y descubría que no te habías quitado ni siquiera la camisa, que lo que yo creía que era un turborreactor se había convertido de pronto en el renqueante motorcillo de una cortacésped, y tú “¿no vamos un poco deprisa?”, como hubiese una velocidad correcta, y yo escuchaba tus palabras como se escuchan las pedorretas del motor de la cortacésped detenida en medio de un enorme campo de hierba, y “no pares ahora”, te dije, “por favor”, te supliqué, pero tú te sentaste en la cama y en ese momento supe que no iba a suceder. Te levantaste —yo, impulsado por tu propio impulso, me levanté también—, fuiste hasta la puerta, encendiste la luz; allí, de pie, con los pantalones en los tobillos, me sentí un poco ridículo. Tú volviste a la cama y te sentaste en ángulo recto, lo que indicaba que estaba a punto de comenzar una conversación filosófica en la que no tenía ganas de participar. Me subí los pantalones, te dije “espera un momento, ahora vuelvo”, salí de la habitación, fui atrapando por el camino hacia la puerta de la calle todo lo que me había ido quitando al entrar, abrí la puerta, salí, me vestí con furia, cerré y me senté en el suelo, a la puerta de tu casa, para masturbarme. Compréndelo, necesitaba masturbarme y de pronto me pareció que dejar aquella mancha en tu felpudo era mi digna venganza.

Afortunadamente no pasó ningún vecino.

1 comentario:

  1. Pues me ha gustado mucho... espera que voy a mirar el felpudo...jajajaja

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