NO ERA UN JUEGO

Salieron corriendo del colegio. Parecían huir despavoridos de la educación como si de una deflagración se tratase. Pepín y su amigo se fueron calle abajo hasta llegar a la casa de Pepín. Verlos correr, tan flacos y chiquitos, con aquella enorme cartera, resultaba agotador. Llegaron a la casa. Pepín sacó las llaves y abrió con soltura, acostumbrado a bastarse a sí mismo en aquella enorme familia en la que todo el mundo tenía siempre algo que hacer. Pepín había tenido que acostumbrarse a hacerse todo él solo, lo que le hacía sentir adulto. Y eso le enorgullecía, de modo que su forma de sacar las llaves de la cartera y abrir la puerta de la casa le daba un aire de arrogancia frente a su amigo. “¡Vamos!”, le dijo al abrir, y entraron. Pepín tiró la cartera a la entrada e hizo un gesto a su amigo para que la tirase junto a la suya. Un hombre fuerte y alto se cruzó con ellos. “¿Ya estás aquí, Pepín? ¿Tan tarde es ya?”, dijo, y desapareció por la puerta de la cocina. Pepín y su amigo atravesaron el pasillo hasta llegar al salón, donde una mujer mostraba prendas de ropa a otras tres mujeres más. La mujer miró a Pepín y su amigo y continuó vendiendo su género sin hacer siquiera un gesto. Pepín salió del salón por la otra puerta, que daba a otro pasillo. Al abrirla chocó con otro hombre: “Eh, ten cuidado, bribón”, le dijo aquel hombre, sujetándolo de la cabeza, que le quedaba a la altura de la cadera, para pasar hacia el salón. Sonrió a su amigo, mostrando sus dientes ennegrecidos. Pepín entró al pasillo y giró a la derecha para llegar hasta la habitación. Otra mujer, de más edad que la anterior, se asomó por otra puerta. “¡Pepín, no te escondas en el cuarto, hay que ayudar con la comida!”, dijo, pero Pepín guiñó el ojo a su amigo, ignorando las órdenes, y entró en la habitación. La habitación estaba vacía; únicamente cuatro muebles de camas abatibles ocupaban una de las paredes. De las otras tres paredes colgaban, colocados a todas las alturas y posiciones, montones de pequeñas barras clavadas en ángulo a modo de gancho. Pepín abrió un cajón de uno de los muebles-cama, sacó un rollo de cuerda fina y comenzó a enganchar la cuerda entre las varas de la pared realizando un laberíntico dibujo que atravesaba toda la habitación. Su amigo lo miraba asombrado. La mujer que le había reprendido asomó de nuevo. “Ah, estás aquí tú también”, dijo al amigo, como si aquello cambiara la situación. Señaló a Pepín con el dedo y continuó hablando. “Nos tiene hartos con este juego que se ha inventado. Su padre le consiguió una consola y ni siquiera la ha encendido. ¿La quieres? Seguro que te la regala, no le interesa lo más mínimo. Está todo el día con sus cuerdas jugando a colarse entre ellas sin tocarlas”. El amigo sonreía, con fingido interés, sin hablar, mientras observaba atentamente como Pepín comenzaba su juego.

Diez años más tarde, el amigo de Pepín veía las noticias cuando hablaron de un importante robo en un museo. Al mostrar las medidas de seguridad que el ladrón había esquivado, un experto explicaba la colocación de los sensores de movimiento en las habitaciones, ilustrándolo con un dibujo de líneas rojas entremezcladas cruzando las paredes. Nada más ver aquel dibujo, el amigo de Pepín supo quién había sido el autor del robo. Involuntariamente, dejó escapar una risa cómplice, pues él también había llegado a atravesar de niño, en aquel juego, aquellos mismos detectores.

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