EL APAGÓN

Cuando era niño hubo un apagón en el edificio. Mamá y yo estábamos en el salón viendo la televisión. Yo me había tumbado apoyando la cabeza sobre sus piernas y jugaba al escondite con la vigilia y el sueño, abriendo los ojos de vez en cuando para intentar retomar el argumento de la película sin conseguirlo. Cuando se fue la luz, mi madre me agarró de la cabeza y la apartó para levantarse. “Voy a por velas”, me dijo. Yo pensé, probablemente influido por la película: “ahora todos moriremos”. Mamá tardaba mucho, pero afortunadamente hacía mucho ruido, de modo que en todo momento yo sabía dónde estaba y en qué mueble estaba buscando y eso me ayudaba a permanecer tranquilo durante la espera.

Tumbado boca arriba, sentía como si mi cabeza se hubiese caído hacia atrás, al faltarme las piernas de mi madre. Intenté adaptar la vista a la oscuridad, reconocer todo lo que me rodeaba únicamente por la forma de su sombra. Fui repasando el negro trapecio que formaba la lámpara, la rectangular librería, la redonda mesa, las sobresalientes sillas, el aovado televisor. Cada forma me devolvía el recuerdo del objeto iluminado. Al llegar hasta la puerta del pasillo de entrada pude ver una sombra cuya forma reconocí al instante. Era una figura humana. Llevaba un sombrero y un abrigo. Estaba allí de pie, silencioso, apoyado en la puerta. Aunque no se veía la sombra de sus ojos yo sabía que me estaba mirando. No me moví. Continué esperando a mamá como si en aquel lugar no hubiera más sombra que la de la propia puerta entreabierta. De la sombra se levantó una mano hacia la cabeza y saludó, tocando con dos dedos juntos el ala del sombrero. Yo también toqué mi cabeza con dos dedos, imitando su despedida. Entonces se marchó y al momento volvió la luz y mamá dejó de buscar las velas.

Así era papá.

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