LA SECTA

Al examinar bien a la niña descubrieron que en la espalda tenía grabadas a fuego unas extrañas señales. Aún no habían curado; quedaban costras y en algunas zonas las heridas estaban aún blandas y serosas. Parecían símbolos de un alfabeto desconocido, de modo que consultaron los libros de Alfabética, los silabarios, idearios e ideogramas, los grafemas, los hanzi, hanja, kanji, los hiragana, los katakana, las tipologías y los símbolos internacionales, los alfabetos bengalíes, los guyaratíes, el Kannada, el Malayalam y el gurmukhi, los caracteres, en definitiva, indios, tibetanos, coreanos, árabes, cirílicos, georgianos y glagolíticos, los alfabetos rúnicos y hasta los cherokees. No encontraron ningún símbolo similar a aquellas dos marcas en la espalda. Entonces consultaron los libros de las distintas ganaderías y escudos de las familias de aquella zona y fueron ampliándola hacia otras zonas cercanas hasta el agotamiento.

Finalmente decidieron emprender su investigación por otros caminos y se centraron más en el entorno de la niña: la familia, las amistades, los lugares que frecuentaba y otras habituales líneas de investigación. Nada.

Perdida la esperanza de hallar al culpable, el comisario abrió una caja para guardar toda la documentación relativa al secuestro y comenzó a colocar los papeles. Agarró la carpeta con las fotografías y, al meterla dentro de la caja, se cayó una de las fotos sobre la mesa. Era una foto del dormitorio de la pequeña Lizzy. En la librería había tres libros de cuentos: uno de ellos tenía dibujados en el lomo aquellos malditos símbolos.

El comisario agarró la fotografía y salió deprisa hacia la casa. Llamó a la puerta; no había nadie. Ahí estaba el dilema: ¿debía esperar o buscar una forma de abrir la puerta y entrar sin permiso? Se debatía entre las dos posibilidades cuando vio una sombra pasar ante el agujerito de la mirilla. Llamó a la puerta incesantemente, pero aquella sombra no parecía querer abrirle. Sin pensar, tomó impulso y dio una patada en la puerta con todas sus fuerzas. La puerta se abrió. Entró con el revólver en la mano, girándose bruscamente a ambos lados para no ser sorprendido. Escuchó un ruido a su derecha y entró por el pasillo. En ese momento se dio cuenta de que debía haber avisado pidiendo refuerzos.

Al final del pasillo estaba el cuarto de Lizzy. Dentro, los padres de la pequeña Lizzy, su tía Marjorie y cuatro desconocidos rodeaban un círculo delimitado en el suelo por una especie de alfombra tejida en círculos concéntricos de infinitos colores. La madre de Lizzy le sonrió sin hablar. El comisario entró; instintivamente se le ocurrió mirar hacia la estantería que había visto en la fotografía para comprobar si aquel libro estaba allí. Justo antes de ver que no estaba escuchó tras su cogote: “lo siento, señor comisario” y un golpe en su cabeza le robó el conocimiento.

Cuando despertó estaba sentado sobre sus pies, con la cara contra sus rodillas, mostrando su espalda desnuda, en el centro de aquella extraña alfombra. Cuando fue a moverse descubrió que estaba atado de pies y manos. Intentó revolverse, pero también le habían atado el cuello a las rodillas y estas, a su vez, parecían estar atadas al suelo de alguna extraña forma. No podía siquiera levantar la cabeza para distinguir a sus agresores. Por el rabillo del ojo alcanzó a ver su arma sobre la mesa. En ese momento sintió un terrible dolor en la espalda seguido de un desagradable e intenso olor a carne quemada. A pesar de su desgarrado grito, los asistentes no parecieron incomodarse, antes bien repitieron una vez más la operación. Comprendió que estaban marcándolo con aquellos símbolos que había visto antes en la espalda de la pequeña Lizzy. Después se desvaneció.

Despertó de nuevo al abrirse la puerta del maletero de aquel coche y entrar la luz del sol directamente contra sus ojos. Dos hombres lo sacaron, uno agarrándolo por los pies y el otro por las rodillas, como si fuera un mueble. Aún estaba atado como al principio. Lo llevaron hasta la cuneta y lo lanzaron contra la pendiente, por donde cayó rodando y descendió hasta el final del barranco. Nuevamente perdió el conocimiento. Despertó por tercera vez al sentir los pinchazos de los cuervos que picoteaban las heridas de su espalda. Intentó moverse, pero no lo consiguió. Tenía sed y la espalda le dolía profundamente.

En ese momento comprendió que era allí, en aquella cuneta, con aquella espalda marcada y arañada, con aquellas cuerdas sujetando sus manos hacia atrás y su cuello a sus rodillas, donde iba a acabar todo. Hizo un esfuerzo por ver más allá de lo que le permitía aquella cuerda y llegó a levantar la cabeza e incluso girarla hacia la izquierda. Allí vio, junto a él, a otro hombre en la misma postura, atado igualmente de pies y manos, con el cuello sujeto a sus rodillas, con la espalda desnuda y los dos símbolos grabados en su espalda, pero los cuervos se los estaban comiendo. Largos churretes de sangre seca caían desde su espalda hasta el suelo de paja y barro. El hombre parecía muerto, pues tenía los ojos abiertos y fijos en el horizonte y no parpadeaba. Un cuervo se posó sobre su cabeza y comenzó a picotearle uno de aquellos ojos fijos. El comisario, asqueado, quiso apartar la cabeza, pero al girar la barbilla se le había quedado la cara encajada hacia la izquierda y ya no podía recuperar la postura.

El comisario tuvo que contemplar, antes de morir, su propio final en las carnes del otro tipo.

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