LA ANCIANITA

Todas las mañanas, al salir de casa, en el camino a pie hasta el autobús, en uno de los bancos de la calle, sentada, con los ojos cerrados como si durmiera, había una ancianita. Al principio la veía casi sin mirarla, solo pendiente de su camino hacia delante, embebida en sí misma, en sus asuntos. Un día cualquiera, por algún motivo –quizá aquel día había salido pronto de casa y caminaba más lentamente, quizá era un día sin preocupaciones que le permitía mirar a su alrededor, observar los árboles, las aceras, los papeles en el suelo, los pequeños baches de la calzada y hasta el aspecto de las personas con las que se iba cruzando por el camino–, se fijó en aquella anciana. Sonrió con ternura, la ternura que la propia ancianita le suscitaba allí sentada, semiencogida, con los ojos cerrados y la cabeza un tanto encorvada, pero sobre todo completamente inmóvil, rígida como un mueble, inerte como un cadáver; ni siquiera le temblaba una mano o una pierna con ese temblor anciano de la inseguridad de saber que el cuerpo ya no responde a nuestras órdenes con la misma intensidad con que estábamos habituados antaño, en la constantemente evocada juventud. Parecía estar rezando, pensando o, sencillamente, durmiendo.

Al día siguiente, y los días que siguieron a aquel, observó que la ancianita seguía allí; primero pensó que sería una costumbre adquirida, la rutina que salva nuestras vidas del caos, el siempre aconsejado ejercicio tan sano como necesario. Pero después comenzó a observarla con más detenimiento y se dio cuenta de que siempre llevaba la misma ropa y, más adelante, de que siempre estaba sentada en la misma postura. Por un momento pensó que quizá estaba muerta y nadie se había dado cuenta, pero cuando fue hacia atrás en su recuerdo comprendió que había pasado ya un mes desde la primera vez que la vio y ningún cadáver aguanta con tanta entereza el paso del tiempo. Extrañada, sorprendida, sintió el deseo de acercarse a ella, de preguntarle cualquier cosa, de conocerla. Y se prometió que al día siguiente se levantaría un poco más pronto para dejar un margen de tiempo hasta el autobús suficientemente grande como para permitirse saludarla y entablar con ella una pequeña conversación.

Cuando se levantó casi sentía un poco de ansiedad, imaginando las palabras que le diría aquella anciana. Bajó a la calle y la vio a lo lejos, con su misma postura, con su misma ropa, con su misma cabeza encorvada hacia delante, inmensa en su quietud. Se acercó hasta el banco y saludó: “Hola”, pero la mujer no pareció oírla. Entonces se agachó y le dijo un “Hola” interrogante, un “¿Hola?” que más que una invitación al diálogo era una súplica. La anciana continuó estática, sin hacer un solo gesto que indicara que se había dado por enterada. Entonces puso suavemente su mano sobre el brazo de ella, mientras decía: “¿Señora?”, pero nada ocurrió. Se acercó aún más; casi rozaba su nariz con el rostro de la anciana, cuando una mujer, saliendo de un quiosco situado apenas a cincuenta metros, se le acercó riendo.

–Oh, no se moleste –dijo entre risas–. Se trata de una escultura hiperrealista. La pusieron hace un par de meses y todo el mundo cree que es real. La verdad es que está muy bien hecha.

Entre sorprendida y decepcionada, se apartó de la anciana y la observó como alejándose, en esa postura con el cuerpo inclinado hacia atrás que ponemos cuando contemplamos una obra de arte.

–No puedo creerlo –dijo por fin.
–Supongo que el artista quería demostrar que una mujer puede morir en un banco de la calle sin que nadie se dé cuenta en bastante tiempo –aventuró la quiosquera.
–Es triste –respondió.

Hizo un gesto de despedida y echó a andar hasta la parada del autobús. Y a partir de entonces, al salir de casa por las mañanas, daba un rodeo, saliendo dos calles más abajo, para evitar encontrarse con ella.

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