EL MERCADER DE TRANQUILIDAD

En la plaza central de aquella diminuta aldea se había instalado una pequeña feria ambulante. Diversas y habituales atracciones: las casetas de tiro, la pesca de patos de goma, el tren de la bruja, la casa del terror, la maza o el “punching ball” se mezclaban con los puestos de comida. Habitantes de los alrededores acudían una vez al año y se paseaban por las calles, que por una semana dejaban de ser calles solitarias y se llenaban de gritos, empujones, algunas discusiones, carreras, carcajadas, abrazos y besos entre rincones.

Un hombre sombrío, vestido con un largo abrigo gris y un sombrero bien calado que, junto al cuello subido de su jersey, le tapaba completamente el rostro, llegó con una mesa y silla plegables, las abrió y las colocó junto al puesto de algodón dulce. Se sentó en la silla, con la mesa ante él, y de uno de los bolsillos de su abrigo sacó un cartel metálico en el que se leía: “VENDO TRANQUILIDAD” y debajo, escrito con un rotulador: “HOY 2 HORAS GRATUITAS DE PRUEBA”.

–Qué absurdo proceder –le dijo de pronto un anciano que, frente a él, apoyado en una de las máquinas del gancho, lo observaba–. Aquí nadie necesita tranquilidad, está usted en el sitio equivocado. ¿No ve que la gente ni siquiera se para a leer su letrero? Y los únicos que lo leemos somos los que ya estamos tranquilos –sentenció.

–Tiene usted razón –respondió el mercader, permaneciendo sentado en la mesa como si lo que acababa de oír no le afectara en lo más mínimo.

El anciano continuó apoyado en la máquina contemplando como la gente pasaba de largo ante el mercader. Pasaron unas dos horas. Absorto, el anciano no se había dado cuenta de que en la feria, a pesar de que continuaba estando llena de gente, reinaba un hermoso silencio en el que se escuchaban apenas suaves conversaciones, casi como un arrullo. Las bocinas de los coches de choque habían dejado de sonar. Los micrófonos de las tómbolas yacían abandonados sobre los mostradores. Las personas sonreían y paseaban en actitud serena y en el aire se respiraba una sorprendente quietud. El anciano se incorporó y se acercó hasta el mercader.

–¿Ha sido usted? –le preguntó.
–¿He sido yo qué? –respondió, falsamente extrañado, el mercader.
–Esta tranquilidad –continuó el anciano–. Usted la ha traído aquí.

Tal y como lo acababa de pronunciar sonaba como una acusación. Entonces el mercader se levantó de la silla, la plegó, después hizo lo propio con la mesa, se colocó ambos aparejos bajo un brazo y echó a andar. El anciano contemplaba la escena sin hablar; no tenía nada que decir, se sentía tranquilo y no necesitaba hablar más. El mercader se fue alejando lentamente. Cuando ya solo quedaba de él un punto negro a lo lejos, sonó la bocina de un claxon y el bullicio volvió a hervir de nuevo.

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