EL OPONENTE

Paseaba por el parque cuando sintió haber dado una patada a algo. Miró hacia abajo esperando encontrar una piedrecilla, algún trozo de corteza, el corazón de una manzana, una bola de papel o cualquier otro desperdicio de los que los paseantes inciviles tiraban al suelo presuponiendo la existencia de un barrendero agradecido por el noble gesto de ayudarle a conservar su puesto de trabajo. Se trataba de una torre de ajedrez. Se agachó a recogerla: era una torre blanca de piedra tallada muy bonita. Instintivamente miró a su alrededor y un poco más hacia el oeste vio otra pieza –esta vez un alfil– que se acercó a recoger. Mientras se agachaba a recoger el alfil, un poco más allá, asomaba entre la hierba la cabeza del caballo.

Como si del tercer hermano de Hansel y Gretel se tratara, fue recogiendo sus petrificadas migas de pan, una a una, hasta que el camino de piezas le llevó a un apartadero del parque en el que se abría en círculo un espacio de arena con varias mesas de ajedrez. Sentado en una de ellas, junto al último peón blanco, un hombre de apariencia melancólica lo esperaba, con sus piezas negras colocadas frente a sí, para sonreírle y decirle: “¿juegas?”.

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