EL DESUELLO

Era la primera vez que papá cazaba algo. Hasta entonces había salido muchas veces, pero nunca traía nada. En alguna ocasión le escuchamos discutir con mamá, que dudaba de que realmente fuera a cazar y le acusaba de tener una amante. Aquel día entró en casa sonriente, triunfante, con las botas llenas de barro y la escopeta colgada al hombro derecho como se cuelgan el bolso las señoras. En el otro hombro llevaba un morral del que colgaba, atado a una cuerda por las patas traseras, un conejo muerto. Todos lo rodeamos alborotados, sin atrevernos a tocarlo. Manuelillo acercó un tímido dedo al conejo y apenas lo rozó, retirándolo como si hubiera tocado un cable electrificado a miles de vatios. Maripí y Ester estaban un poco asustadas, lo cual aprovechó Paco para acercarse y empezar a menear al animal como si estuviera resucitando, a la vez que, cerrando la boca para imitar una voz grave, decía: “os voy a matar a todos, por malos” y las niñas huían. Mamá entró entonces secándose las manos, porque mamá siempre estaba secándose las manos, y miró a mi padre. Su primera reacción fue sonreír con esa sonrisa embobada de los enamorados; imagino que al ver la carga dio por refutada su teoría de la amante escondida. Después se acercó al morral, desató con habilidad el nudo que ataba las patas del animal y lo agarró con una mano para llevarlo a la cocina. “Hoy comemos conejo, niños”, dijo mientras desaparecía tras la puerta. Todos nos miramos y Paco dio el primer paso detrás de mamá, pero papá se puso delante de la puerta y nos dijo que aquello era mejor no verlo. Cualquier adulto debería saber que decir a un niño que hay algo que no debe ver le incita a buscar la forma de comprobar si eso es o no cierto, de modo que Paco y yo salimos al patio, seguidos por Manuelillo y las chicas, hasta la ventana de la cocina. Fuimos a buscar unas piedras para subirnos y alcanzar a ver desde fuera lo que mamá hacía con el conejo. Cuando colocamos las piedras y nos subimos, agarrándonos al alféizar, llegamos justo en el momento en que mamá, que le había quitado ya la piel de las patas traseras, agarraba esa piel y tiraba bruscamente, con una fuerza desconocida para nosotros, hasta la cabeza, arrancándole la piel al pobre animal y dejándolo tal y como tantas veces lo habíamos visto vender en el mercado de San Nicolás.

Bajamos rápidamente de las piedras y nos sentamos en el suelo. Nadie dijo una palabra; supongo que además de intentar reponernos estábamos fabricando mentalmente una nueva versión de nuestra madre. Ya era demasiado tarde para darle la razón a papá, pensé, y supe que siempre retendría aquella terrible imagen en mi memoria.

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