EL ÁRBOL INSEMINADOR

Fue en invierno. Por algún motivo de esos que llamamos inexplicables los jovencitos comenzaron a frecuentar el Prado Negro y, tras el gran roble que presidía aquel oscuro prado, llamado así por el anómalo tono oscuro de sus hierbas, que resaltaba entre los otros prados de espigas y margaritas, convirtieron sus primeras masturbaciones en una tradición. Acudían a cualquier hora, pero sobre todo al atardecer; a veces tenían que esperar a que otros adolescentes abandonaran el árbol, como quien espera turno en el médico, mientras charloteaban y fanfarroneaban sobre cualquier habilidad, especialmente las relacionadas con las muchachitas a las que creían enamorar con una sola de sus ingeniosas frases. El roble recibió aquel extraordinario riego seminal y lo absorbió a través de su reblandecida corteza durante años.

Años después nació la pequeña Lorie. Nada más nacer, de su espalda, entre sus vértebras, afloraban unos extraños bulbos que los doctores no supieron evaluar. Era la primera vez que veían algo así. La niña no se quejaba; al no haber dolor, los doctores decidieron esperar antes de someterla, tan pequeñita, a una intervención quirúrgica. Los bulbos comenzaron a crecer; un buen día se abrieron y aparecieron unas verdes yemas de las que comenzaron a brotar verdes hojas. La comunidad científica, al igual que los familiares, observaron perplejos el fenómeno: un precioso robledo crecía a lo largo de su columna.

Nadie recordó que Lorie fue concebida una noche bajo aquel roble del Prado Negro, recostada contra su tronco. Así, a través de la piel, entrando por sus poros, penetrando hasta su óvulo recién fertilizado, el roble impregnó a su madre con su resina fecundadora, al igual que él había sido impregnado tantas veces, resentido, enojado y agraviado, cruel vengador de su inadvertido sufrimiento.

1 comentario:

  1. Fíjate que lo leí cuando lo publicaste y he soñado con ese árbol a la hora de la siesta.
    Cómo me alegro de volver a leerte.
    Un abrazo Lucía.

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