EL ABRAZO DE DARÍO Y LEONARDO (dedicado a Graciela y sus alumnos)

Darío y Leonardo bajaban caminando entre las chacras, bajo la sombra de los manzanos, cuando escucharon aquella voz. Una dulce voz de mujer cantando una preciosa canción. Se miraron, miraron hacia el origen del sonido, entre los árboles, y sigilosamente se fueron acercando.

Sentada en un cajón de fruta vacío, una muchacha preciosa canturreaba mientras desenredaba su larguísima melena negra y la enlazaba formando dos preciosas trenzas. La chica, de espaldas, no podía verlos, aunque si se hubiera dado la vuelta no los habría visto, pues se habían quedado camuflados tras los árboles. Por un momento se giró y aquel rostro dulce de suaves labios rojos terminó de enamorar a los dos jóvenes.

Darío y Leonardo no volvieron a mirarse. La chica ocupó toda su atención. Habían sido siempre amigos, desde niños; habían ido a cazar, a pescar truchas al río, a jugar entre los matorrales. Eran los dos únicos varones en el aula de la escuela, rodeados de niñas que con sus risitas y tonterías siempre les habían alejado de los juegos amorosos. “Qué tontas”, se decían, riendo, y nunca les prestaban atención porque su amistad era mucho más importante que aquellas niñas.

Pero esta chica era de otra dimensión, de la dimensión amorosa. De modo que Darío y Leonardo se habían enamorado. De pronto, de amigos, se convirtieron en rivales, allí mismo, detrás de los árboles. Cada uno de ellos buscaba la manera de conseguir a la chica. Ni siquiera se habían esforzado en conocerla, sino únicamente en conseguirla. Recogían las mejores frutas, las más grandes y jugosas, para dárselas; esperaban a que ella manifestara un deseo para correr a hacérselo realidad. Un día pidió una caracola, para escuchar el sonido del mar. Dicen que es arrullador, les dijo, me gustaría escucharlo a la luz de la luna. Y los chicos se lanzaron en canoa río abajo, conocedores de que el mar es el final de cualquier río; a punto estuvieron de perecer ahogados si sus padres no hubiesen alertado a los vecinos para acudir en su busca.

Una tarde acudieron a la chacra en la que siempre la encontraban y descubrieron que no estaba allí. Como no la conocían apenas, no sabían dónde buscarla. Nunca supieron dónde vivía, de dónde procedía, adónde iría al día siguiente. Registraron, árbol a árbol, los manzanares, las peraledas, los caminos; bajaron hasta el río y la buscaron entre las matas, en el agua, donde las truchas jugaban con los preciosos cisnes de cuello negro, en el alto del camino, por toda la ciudad. La chica no apareció.

Cabizbajos y afligidos, de pronto, por primera vez en mucho tiempo, se miraron. Comprendieron que la habían perdido para siempre, pero también se dieron cuenta de todo lo que habían perdido entre ellos.

Y se reencontraron allí mismo, entre los árboles en los que se habían perdido, y se dieron, entre lágrimas, un fuerte abrazo.

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